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Feb, 2025.- Cuando el amor y la amistad rondan intencionadamente los días de febrero les compartimos ese sentir entre dos cubanos que profesaron su afición por el amor y el arte de pescar.

Y es que el sur de Camagüey está nutrido de emotivas y sorprendentes historias de hombres y mujeres de grandes sentimientos, quienes dedican su vida a la mar y a la pesca.

Juan (Pito) Almenares, descendiente de aborígenes, y Gabriela Meriño, una mulata amante de la mar y la pesca, son protagonistas de una idílica e íntima historia de eternos enamorados.

No obstante el curso del tiempo son recordados con admiración en Punta Bonita, Santa Cruz del Sur. Magdalena Martha Miranda Cabrera desde su niñez conocía a Pito, quien le decía Pucha.

«Ni Pucha, ni Magdalena. Todos me conocen por Cucha o Martha. Si, Magdalena es mi primer nombre, pero Magdalena es para gente sufrida. Mi mamá me peleaba por omitirlo. Ella siempre me decía que ese era mi nombre, el que tenía que llevar. Pero Magdalena no lo uso para nada», me aclara Cucha.

Martha Miranda permanece desde que nació, hace más de 83 años, en Punta Bonita, donde disfruta de un hermoso paisaje marino. A pocos metros de su humilde hogar residía Pito.

Una mañana de mayo Cucha observa, extrañada, vestir a Pito sus mejores ropas y zapatos.

«¿Para dónde irá? Nunca había visto a Pito calzar zapatos y vestir ropa casi nueva.

--Gabriela había viajado de Camagüey con la promesa de vestirse de saco de jute. No supe el origen de la promesa-- aclara Roberto Machado, quien desde niño conoció a Pito.

En Camagüey Gabriela reconoce la silueta de Pito.



«No existen dudas, ese es el pescador que conocí en el sur», dice para sí Gabriela.

Él venía del mar, con el olor de la arena en su cuerpo. Entonces sus sonrisas se mezclaron con el sonido de las campanas y el bullicio de las Romerías. Era como si buscaran la otra cara del sol. Ella, vestida de pureza y amor.

«SI, en Camagüey conoció y se enamoró de la mulata ¡Gabriela era Gabriela! ¡Una mujerona de cuerpo! Bonita de cara no, pero tampoco era fea. Pito se enamoró de verdad de Gabriela».

La familia de Gabriela se oponía al matrimonio. «Se consideraban adineradas, por eso no querían a Pito. A Gabriela no le importó la vida en la ciudad y dejó atrás las comodidades. Vino pa' acá», opina Cucha.

Ella, de fortaleza física y carácter fuertes, estaba decidida:

--Yo me voy con Pito. A mi hombre no lo dejo por nada.

--Necesitamos, Mima, estar juntos, en un sitio con agua y viento que nos queme el sol--, le dice con ternura a la mulata el pescador.

--Yo me voy contigo Pipo. Quiero sentir, en mi rostro, la brisa del mar, y en mis pies, la arena.


Pito no tuvo otra opción que «raptar» a su gran amor, única alternativa para defender la felicidad. Eran conscientes de una unión que solo la muerte la podría separar. Abordaron el bote y zarparon a la mar. Crearon un nido de amor «prohibido» en un cayo de los Jardines de la Reina, donde curtieron aún más sus cuerpos con el sol y el salitre de ese extenso Archipiélago. Encarnaban a los personajes de la obra El rapto de las mulatas, del artista de la plástica Carlos Enrique.

Cuando la familia de Gabriela no podía romper el juramento de amor eterno se establecieron en Punta Bonita.

«Ellos ahí hicieron un ranchito en la misma puntica donde se termina la Playa. Una casita que se mantenía llena de redes. Un ranchito chiquito y otro para los avíos de pesca».

Se trataba de una humilde casa de tablas viejas,  guano y yaguas, a pocos metros del actual muro del malecón, en la misma entrada de la Cañada.  

--Quiero sentarme y reírme contigo, Papi, pescar a tu lado. No quiero extrañarte ni imaginar tu regreso--, le pide Gabriela.

Martha Miranda Cabrera (Cucha) se sentaba en el muro del malecón, en la misma punta de la playa, a contemplar el mar. A lo lejos, entre Punta San Juan y Cayo Muerto, divisaba, sobre la cubierta de un chalán, las tenues siluetas de un hombre y una mujer.

«Pito pescaba solo. Gabriela comenzó a pescar con él. Primero en un chalán, a remos. El viejo Almenares (padre de Pito), tenía un bote: El Sacrificio. Se lo entregó a su hijo. Gabriela y Pito eran jóvenes todavía.  No una juventud de 18 o 19 años. Ya eran mayores», me dice Cucha.

No tuvieron hijos. La mulata, antes de conocer a Pito, había dado a luz una niña. «Yo la conocí. Ella venía esporádicamente. No es la que estaba ahí con su mamá. La muchacha venía de veraneo con su esposo. Se pasaba temporadas con Pito y Gabriela», rememora Cucha.

Se les perpetúa con redes cargadas a los hombros, anzuelos listos para labores extractivas y pies descalzos sobre la cubierta de su embarcación construida por carpinteros de ribera. «A Pito jamás en la vida lo vi con zapatos bonitos ni nada. Descalzo. Ni en chancletas. Antes el pescador no tenía vida de nada. Aquí, donde le cogía la noche ahí mismo se acostaban».



En el pintoresco y acogedor poblado aconteció toda la vida matrimonial de la pareja. El bote El Sacrificio constituía el principal refugio de ambos pescadores.

Pito, trigueño, de hablar pausado, poco reír, mediana estatura y delgado, aunque con la fortaleza del rigor de las faenas del mar, poseía, al igual que Gabriela, una limitada formación educacional.

Cambiaron los libros, las libretas y los lápices por el cordel de pescar, los anzuelos, la atarraya y las redes. Cocinaban y dormían en la embarcación que constituía su verdadero hogar.

Pito, además, era muy dicharachero.

«Por lo regular salía de la casa y no venía callao, venía cantando, cantos de antes, décimas y algo de eso», me confirma Cucha.

Se profesaban un amor inmenso.

Parafraseando a la poetisa Elvira Sastre: «Quizás solo se trata de encontrar a quien te sigue mirando cuando tú cierras los ojos».

Martha Miranda rememora: «Ellos eran un matrimonio muy querido. Aquello era una melaza. Pito le decía Mami a Gabriela. Y Gabriela decía Papi a Pito».

Se unieron como pareja en la vida y en el duro oficio de los avíos de pescar.

Rafael Miranda, el padre de Cucha, resaltaba la fortaleza de Pito y Gabriela:

--Oye Pito, ustedes no le dan vida al médico Terrada, porque ustedes no se enferman ni pa' el carajo.

--La cura está en el mar --le respondía el humilde pescador.

--Y también en la pesca amigo Miranda, le añade Gabriela.

Disfrutaban con pasión el universo marino del que siempre formaron parte. Ese era su mundo, junto con la unión matrimonial, el bote, la playa y Cuba.

Tejieron una impresionante historia de amor, entrega y dedicación a una faena arriesgada y peligrosa. Estaban dispuestos a asumir con devoción el milenario arte de pescar.

Pito y Gabriela formalizaron un matrimonio de más de 50 años curtido por el salitre del Guacanayabo.

--Con nuestro amor, Pipo, alineado en la pesca y en el bote, somos más felices.

--El mar y nuestro bote son y serán siempre nuestros hogares.

A Gabriela se le veía con frecuencia en la cubierta de su barco en la punta de Playa Bonita, con los pantalones arremangados hasta la rodilla y con olor a mar y a pescado.

«Tenía un cuerpazo ¡Vaya que tenía que decirle a usted esa mulata! ¡Seguro que sí!  Gabriela era una mujer que llamaba la atención», la describe Cucha.

Pito ceñía un desgarrado sombrero de yarey; sus dedos y las manos se mostraban moldeados por el roce de los avíos de pescar.

Detrás de un gesto duro estaban personas respetuosas y amables. Pito y Gabriela tenían la piel surcada, áspera e incendiada por el sol.

«No había nadie que se le quisiera montar, ni abusar de ellos en cualquier situación, porque antes había muchos abusos, muchas cosas.

A Pito y a Gabriela todo el mundo los respetaba».

Del bote y el rancho solo se alejaban para ir a la cooperativa y los entornos de Punta Bonita. En la lancha, su verdadero hogar y confort, se sentían felices.

Gabriela, más comunicativa que su esposo, mantenía una excelente relación con pescadores y vecinos.

«Pito era más corto y más aguajirado. Se trata de un matrimonio que jamás tuvo disgustos con ninguna persona. Porque eran tan buenos, lo mismo ella que él».

Roberto Machado Naranjo nos aproxima a la personalidad de Gabriela.

«Radicó todo el tiempo en la punta de la playa donde desembocaba el río (Najasa). Conversaba con ella y Pito. Ambos con sus característicos lenguajes se sabían comunicar. Gabriela tenía un carácter fuerte, pero muy buena persona».

El matrimonio entre Juan (Pito) Almenares y Gabriela Meriño deviene oda al amor y a la vida en pareja; un canto a la amistad y la resiliencia.

Pito siguió mirando a Gabriela sobre la cubierta de su bote aun cuando su amada había cerrado los ojos para siempre.

Al verla partir, lanzó una rosa blanca al canalizo de entrada a la Cañada, donde junto a Gabriela, vivió más de medio siglo sin separarse un instante. A la flor, resplandeciente, la fuerte corriente la arrastraron hasta la diminuta playita de Cayo Muerto para abrazar su alma eternamente.


Pito escribió el nombre de Gabriela en la arena. En el alma del pescador se refugiaba la tristeza de hombre solo.

--¡Ay Gabriela cómo siento tu ausencia! En mi corazón queda el alma, el alma sin tu cuerpo. Navegaré en el tiempo para volver a atrapar tus manos, y retorna al bote Sacrificio, nuestro nido de amor.

En el alma del pescador se refugió la tristeza de hombre solo. Al caer la noche contempló la aurora oscura del Guacanayabo y el bote El Sacrificio, sin Gabriela a bordo.  En sus ojos brotaron lágrimas ardientes.

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