Dic, 2024.- A sus 60 años Carmen de la Caridad Rivero Pérez recuerda con nostalgia y orgullo su trayectoria de más de tres décadas por el mundo de la enseñanza.
Desde su infancia, rodeada de alfabetizadores y maestros, su camino parecía marcado, aunque su sueño inicial era ser enfermera. Fue después de cursar el sexto grado que se enamoró del uniforme verde de la Escuela Formadora de Maestros.
“Crecí viendo cómo toda mi familia enseñaba; mi mamá daba clases en nuestra casa, tenía un aula en la sala con sus mesas, sillas y un pizarrón. Ella me inculcó el amor por la profesión.
Formé parte del último año de sexto grado que ingresó directamente a la Formadora, a partir del siguiente se constituyó que solo podían ingresar después del 9no grado”.
Cómo educadora pasó por varias escuelas hasta que se estableció, permanentemente, en la “Victoria de Girón”.
“Trabajé en muchos lugares. Estuve un tiempo en el reparto La Gloria, hice un solo curso en Tarafa y pasé unos meses en Amalia Simoni; pero es en Victoria de Girón donde encontré un segundo hogar, allí me quedé con 37 años hasta mi jubilación”.
Después de dedicar tantos años de su vida a esta profesión, su mayor recompensa es el cariño y el reconocimiento de sus exalumnos. Al encontrarse con ellos, revive momentos especiales y se siente orgullosa de haber contribuido a su formación. Para Carmen, cada saludo de un antiguo estudiante es un recordatorio de que ha dejado una huella positiva en sus vidas.
“Conozco a muchos exalumnos míos que ahora son ingenieros, médicos e incluso maestros; ellos me pasan por al lado en la calle y enseguida me preguntan “Profe ¿Cómo estás?”; a veces no los reconozco, pero me dicen sus nombres y recuerdo al niño, que ahora es un adulto, entonces pienso “hice un buen trabajo”.
Menciona que, entre los muchos pequeños a los que enseñó, hay una en especial que nunca podrá olvidar.
“Tuve una estudiante a la que no podía dejar sola; en cuanto me alejaba se ponía a llorar. En ese tiempo mi hijo estuvo enfermo así que iba a mi casa durante el receso del mediodía para darle el almuerzo. Tenía que llevarla conmigo y luego regresábamos juntas, era toda una odisea. Actualmente es doctora y vive en La Habana”.
Aunque enfrentó varios desafíos, entre ellos su salud deteriorada que la llevó a jubilarse, afirma que equilibrar su trabajo como delegada del Poder Popular y docente fue el mayor de todos.
“Ni siquiera pensé en dejar las aulas; el país estaba en una etapa de perfeccionamiento que afectaba mayormente a la educación primaria. Me vi en la necesidad de gestionar múltiples roles al mismo tiempo, traté de cumplir con todo; con mi familia, mis alumnos y mi trabajo. Gracias a la ayuda que recibí de mis allegados pude con todas esas responsabilidades”.
Ser un buen maestro va más allá de la simple transmisión de conocimientos; implica una profunda pasión y una habilidad innata para conectar con los estudiantes.
“Es algo que nace de la persona, tienes que enamorarte de la profesión. Por supuesto, siempre habrán momentos que pondrán a prueba tu paciencia, ya sea con los niños o con sus padres, pero sí eres capaz de sobrellevarlos y amas lo que haces serás un buen educador”.
Al preguntarle si tenía un consejo para las futuras generaciones de educadores su respuesta, clara y conmovedora, mostró el cariño que siente por la labor más importante de todas.
“Enamórense de la sonrisa de los niños; de esos días en los que aprenden a leer, a escribir, a calcular. Aprecien esos momentos en los que un pequeño te besa en la mejilla, te abraza o te regala una flor. Porque esas son cosas que no tienen precio. Amen su profesión porque es la más hermosa que existe”.